La mujer que detenía el tiempo
Ella era dueña de varios relojes: de mano, digitales, de manecillas, dorados, plateados, de correas de cuero, e incluso uno que colgaba en una cadena en su cuello, de estilo antiguo. No podía salir de casa sin alguno puesto, sin embargo, siempre iba tarde a todas partes.
Los adelantaba cada uno a distintas horas, con diferencia de un par de minutos, y siempre en números impares, para engañar a la mente, decía, para no saber exactamente qué hora era, y así tal vez, llegar a tiempo. Pero no tenía remedio, el truco funcionaba mejor con los demás que con ella misma.
El problema era, que los usaba un par de días, y en el momento menos esperado, al intentar calcular el tiempo con el que contaba para su próximo compromiso, las manecillas se habían detenido. No era siempre a la misma hora, era como si ella y su naturaleza de ir contrarreloj a todos lados le chuparan la energía a cada uno de esos aparatejos. Sin perdón, sin excepción, todos se quedaban sin carga y se detenían.
¿Era un maleficio? ¿El universo tratando de darle un mensaje astral? Difícil saberlo. Sin embargo, no importa cuántas veces les cambiara las baterías, el tiempo seguía corriendo.
Una noche, tomó el transmilenio dirección norte-sur, destino a Chapinero, el barrio que más le gustaba de la ciudad. Caminó hasta una casa de techos de teja en caída perpendicular, paredes blancas y un portal de ladrillos en arco que enmarcaban una puerta roja.
Tocó, le abrieron la puerta. Él estaba allí. Ella llegó tarde. Nada de esto importó. Cuando lo conoció, él no llevaba reloj, el tiempo no se detuvo y ella nunca más volvió a mirar la hora.