Las joyas de la familia

Carolina Ardila
3 min readJul 21, 2022

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Cuando tenía 14–15 años se metieron a robar en casa de mis papás y yo había salido. Mi mamá no podía contar la historia sin terror de lo que hubiera podido pasar si yo hubiera estado en casa.

Terror que sintió en ese momento porque salí, con permiso pero sin avisar, que me había ido. Terror de ir recorriendo su propia casa con un tipo armado que le decía “vamos a buscar las joyas”.

Pasaron junto a mi habitación y me la imagino mirando de reojo para constatar si yo estaba allí o no. Me contó o me imaginé, que ella le decía al tipo: mi hija no está, fingiendo calma para no detenerse allí en caso de que no estuviera en lo correcto.

- ¿Dónde están las joyas?
- En mi baño. Pero, por favor, mi hijo pequeño está en mi cuarto viendo televisión, no le muestre el arma.

En ese cuarto con el piso totalmente alfombrado de marrón oscuro, estaba mi hermanito, que no tendría más de la edad que tiene mi hijo ahora, viendo tele. Una cama inmensa ocupaba la mayor parte de la habitación. Una cama para que cupieran dos adultos o cuatro niños, dependiendo de la hora y el día.

Varias veces nos robaron en esa casa, antes y después de esa noche. En mi cabeza, fue esa vez que “desaparecieron” unos anillos de mi mamá, uno de piedritas rojas y otro de piedritas azules. Anillos con priedritas preciosas, que podrían haber sido de vidrio de colores, pero cuando me encerraba en su baño para maquillarme en secreto, soñaba que me las regalarían, como si tal cosa como una herencia iba a existir en mi familia.

La historia es hoy anécdota que incluye frases como “las cosas que perdimos” o “lo material se recupera” porque “menos mal que no nos hicieron nada”. Solo “cosas”, restándole el valor sentimental a lo que ya no está y bajándole a la emoción de sentirse tan vulnerable e impotente.

De entrada yo siento una desconexión con toda la escena. Como una película que nunca vi y me contaron. Sin embargo soy este personaje que puede ver todo ocurriendo desde las esquinas. Un holograma.

Después de eso y, sobre todo, desde que comencé a a vivir sola, antes de salir de casa, repaso el lugar con la mirada y pienso: si entran a robar, ¿qué deducirá de mí el ladrón? ¿creepy? Tal vez. ¿Real? 100%.

Veo mi escritorio y lo que estaría al alcance de su mano. Los libros, la ropa sin doblar, las arrugas de mi cubrecama y todas las caras de las serigrafías y postales colgadas en las paredes que le mirarán como los personajes de los cuadros de Hogwarts. Caras que le guardarán el secreto de su visita.

Reviso mis post-its con ganas de dejar unos escondidos en lugares estratégicos que digan “tómame” o “léeme” o “¿qué te trajo aquí?”.

Por eso, cada vez que vuelvo a mi casa vacía, busco las señales de una visita, algo que diga, estuve aquí pero no estabas.

Y a veces, solo a veces, cuando me quito los accesorios que llevaba puestos, reviso el latóncito cuadrado dentro de la gaveta de mi mesa de noche. La cajita donde descansan los zarcillos que ya no uso, el anillo que desearía ya no tener y todos los que se turnan para adornar mis dedos a diario. La reviso con la esperanza de algún día, encontrar nuevamente, la herencia de la familia.

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Carolina Ardila

Como diría Alicia, la del país de las maravillas: A duras penas se quién soy. Se quién era cuando me levanté, pero he cambiado varias veces desde entonces.