Promesas al mar
Comienza el descenso de esta montaña rusa de emociones. ¿Por qué se llaman montañas rusas? ¿Por qué rusas? No controlo mi curiosidad y lo googleo. Así terminaron dos semanas en España para poner la perspectiva de cabeza desde el futuro.
En el proceso le perdí el miedo a los aeropuertos, su rush, estar tres horas antes cuando cruzas fronteras, al cuestionamiento permanente de lo que llevas y que mi identidad, esa con la que nací, me ponga en desventaja. Demos un minuto de agradecimiento por tener otra nacionalidad que me regaló otro vida, pero esa es otra historia.
El correr a donde quiero llegar se ha vuelto rutina. Lo hago como deporte. Lo hago para la vida, pero en plan “vamos a acelerar el corazón, vamos a ponerle música como combustible para mantener los rpm y vamos a seguir así un buen rato”. Podría caminar, pero elijo no hacerlo.
Pongo mis planes en una licuadora. Voy metiendo sueños como ingredientes y encontrándome con la sorpresa de que alguien más puede echar mano y cambiarle el sabor al batido que me estoy inventando. El batido: el presente y futuro inmediato. El resultado: brain freeze.
Ella, L., dice que estamos en el prime de nuestra vida, whatever-that-means. Me mira con los ojos de cariño de una amistad de toda la vida. Yo digo que estamos un poco perdidas y que soltamos todo lo que hacía peso en el camino porque continuar dependía de ello.
Si algo estamos seguras es que queremos nuevos sabores y sorprendernos. Emocionarnos al redescubrir algo que creíamos conocer. De allí que la sorpresa de no reconocerme tantas veces frente al espejo se torne en alegría. En la habilidad de mutar, cambiar, florecer.
Volver a Barcelona era una promesa con la versión de mí que empezó a ir con mayor vehemencia por lo que quería, la que se enfrentó consigo misma, le dio la mano a sus miedos y les dijo “vamos a pasear y a convivir juntos un buen rato”. También con la que se enamoró en contra de todo pronóstico (y de su sano juicio).
Volviendo sobre mis pasos llego a http://desdebcn.com/, que fue mi primer blog y mi primera ventana para decir abiertamente en el ciberespacio lo que pensaba y lo que sentía. Eso sí, no demasiado fuerte no fuese que me escucharan los que ya me conocían.
“Ciberespacio” dice. ¿Cuántos años tengo? ¿65? Pero pues, si se lo preguntan, el sitio ya no existe, hace años dejé de pagar el dominio.
Para encontrarme con ella, mi yo de las promesas, busco entre mis correos tratando de ubicar las direcciones donde viví. Carrer Roger de Flor 148, fue donde el ruido de los niños de la escuela cercana me despertaba, la de la cocina con la ventana de piso a techo que amaba para desayunar viendo a la gente pasar.
Me costó más dar con el piso de Carrer de l’Escorial, que buscaba con la referencia de la-plaza-cercana-con-mesa-de-ping-pong. La plaza en cuestión era la de Joanic, donde me iba a hablar por teléfono sin que me escucharan mis compis de piso y de ir a ver perritos sin correas a las once de la noche. La plaza de echar una lloradita para no tirar la toalla y seguir existiendo.
Cuando de pura suerte llego allí, repito una foto frente a una tienda de plantitas y cositas para el hogar. La foto es mi reflejo en el vidrio, pero esta vez lo hago acompañada por L. y eso me hace sentir como que la Caro de la primera foto no estaba tan sola. Recuerdo el otoño y recuerdo sobre todo el invierno y cómo me hacía sentir. Recuerdo mis pies metidos en unas botas negras pensando cada paso camino a la estación subterránea de metro.
Me encuentro con M. y su calma. Han pasado más de 8 años y le ganamos al cliché al sentir que nuestro encuentro fue como si no hubieran pasado más de unos días desde la última vez que nos vimos. Celebramos sus planes de futuro en una terraza comiendo paella entre amigos de su novio y un cielo que no se oscurece. El verano es benevolente, alarga la luz de los días para que creamos que tenemos más tiempo con la gente que queremos.
Hablamos de la vida, de dating apps, de bajar la guardia, del azar, de volvernos a encontrar. Y nos volvimos a encontrar en un café, entre las calles del Born hasta llegar al parque de la Ciudadela, el lugar por excelencia en mis recuerdos para la primavera. Esta vez nos recordamos lo que valemos y que el futuro, mientras lo imaginamos, está cambiando.
La excusa de este viaje era descubrir justamente cómo suena la primavera, junto al mar, después de una pandemia. El resto de razones fueron de lógica y por ley de atracción sumándose a la ecuación.
Más de cuatro años sin ver a L., ir a un festival con mis hermanos y mis cuñadas, reencontrarme con M., con O., volver a comer chipirones, tomarme todas las claras que se me antojaran e ir a uno de mis lugares favoritos de la ciudad, y en el mundo, para ponerme mística y hacerle promesas al mar.
Desde el suelo de una terraza me aferro a lo real para no irme volando a escenarios posibles, allí o en otras latitudes. Nos guía una música que suena a tope de los parlantes de mi celular, porque si la película me la invento y la escribo yo, también le puedo poner el soundtrack yo.
En este viaje estuve atrapando frases de mis amigos y la gente que conocí para luego armar el rompecabezas de esta historia. Así la voy a recordar, no como efectivamente sucedió, sino como la cuente. Distorsionada, aumentada e intensa. Una dosis de rutina desde otras coordenadas es también una droga.
El humo se cuela en mi boca y me siento más ligera y más etérea que nunca, y no me importa. O porque me importa, lo disfruto y lo dejo ir.
Todos estos encuentros one-night-stand con amigos y familiares son como mis stories: planeados, lindos y efímeros. No duran lo suficiente y me alborotan unos sentimientos que ni sabía que tenía, como cuando haces una rutina de ejercicio y al día siguiente te duelen partes del cuerpo que no sabías que podían doler.
Hay añoranza en los momentos de soledad y libertad. Hay pazzzz, con un montón de zetas, porque se siente como caminar dormida, ligerita.
No sé despedirme o elijo no hacerlo. Cuando lo intento, busco las palabras en todos los idiomas que conozco: español, inglés, cuti, retazos de mexa, argento y castellano europeo, que para el catalán solo repito las paradas del metro y poco más.
Sin embargo me despido, desde una bici alquilada y desde la maleta que arrastro por cuadras y cuadras para tomar un taxi que me lleve al aeropuerto de madrugada.
Adelantemos la película a un lugar sin tiempo y al momento exacto en el que puedo estirar mi mano y hacer un cable a tierra al jugar con el cabello de alguien que quiero. En ese movimiento circular, instintivo casi mecánico sin llegar a serlo, cronometrado, con compás, vuelvo a mí, me abstraigo y pienso mejor.
Te estoy diciendo que te quiero sin decírtelo y sin embargo, me divierte la electricidad casi visible entre dos cuerpos que se atraen. Las excusas que me invento para acercarme.
A Barcelona le digo: contigo ocurrieron cosas que solo pudieron pasar porque me enamoré de ti desde la primera vez. Por si fuera poco, como a todos los amores de verano, nos faltó tiempo.
El mar, y el señor de inmigración me preguntan, ¿piensas volver? Yo les digo: “siempre” es una promesa.