Un viaje al ombligo de la Luna
De cuarto de hotel al cuarto de las plantas, donde una amiga que me abrió las puertas de su casa, fueron días de probar una vida que no es mía, de caminar a ver si me perdía y eso siempre ocurrió sin fallo. ¿Por La Roma, el Bosque de Chapultepec, el Museo de Antropología? Todas las anteriores. ¿A pie, en carro o en metro? Todas las anteriores. Mentira, en el metro no me perdí porque no andaba sola, pero sí que nos metimos por la salida equivocada.
Como empieza todo: ¿Pica? Sí. ¿Probar otro? Siempre sí. En esta aventura me dejé llevar y salí ganando. Empezando por los esquites, pequeña sorpresita de sabores, pasando por las frijoladas -alguien que me explique qué dosis de amor le ponen a su preparación acá-, los tacos de asada, de chicharrón, al pastor, suadero y a la canasta, que yo hubiera pensado que eran los “sudados”, basta con verlos para entenderlo.
Cuando el sitio lo ameritaba y los locales lo aconsejaban, llegaron a la mesa el pozole-mi-amor, el guacamole cremoso y los chilaquiles para desayunar.
Vi a la gente correr en todas partes. ¿Van tarde a todo? ¿o como yo, corren para escucharse mejor, para respirar, resetearse y soltar? Los que no corren el tiempo se les detiene en una expresión triste, una súplica. Casi pareciera que no hubiera términos medios.
Se abre un paréntesis para los rebeldes, hombres y mujeres que se besan desafiantes en tiempos de tapabocas y que es imposible no verles, no celebrarles.
Desde el primer día tomé voluntarios que me llevaron a un tour de edificios caídos, restaurantes que no cierran, parques que respiran y rotondas que se crecen. De cierta forma todo está roto o en reparación o en un proceso de transformación. Advertencia, la tierra tiembla y yo exagero, soy impresionable y entusiasta, todo al mismo tiempo.
CDMX se expande y pulsa mientras uno se hace bolita -introspectiva y más consiente de su entorno-, sintiéndome parte de un sistema más complejo, solo una miniatura en un enjambre en constante movimiento.
Me dieron ganas de llorar, eso que hace uno cuando no sabe qué hacer con lo que tiene dentro. Me contuve.
Me dieron ganar de reír y lo hice con ganas. Porque qué alegría, mi gente 2D, las que sólo existían de hombros para arriba, se materializaban, hacían bromas, bullying y tenían mil y un atenciones conmigo. Yo que me la paso detrás de la independencia y la autonomía he perdido la habilidad de ponerme sentimental en vivo y en directo.
Maravillosa tecnología la que nos conecta, suerte la que nos puso en la misma ciudad unos días. A falta de palabras, los abracé con fuerza.
Se abrió el cielo para que el agua corriera cada día cronometradamente cuando se acababa la tarde, mientras me burlaba de los pronósticos del tiempo y aseguraba “yo no creo en los paraguas”. Creo, pero no los uso, porque quiero obligarme a correr, a sentir las gotas, a buscar resguardo y parar como metáfora a los imprevistos.
Se baila de noche, se sube a las nubes, los edificios toman forma de dorito, o un hipódromo se posa en medio de la ciudad y un taller mecánico se transforma en taquería cuando el sol se oculta. Ciudad de México dice ¿por qué no?
Los museos fueron mi escapada, en la que tomo fotos y fotos y más fotos. Para algunos no hará sentido. Yo volveré a ellas y todo cobrará vida y si la chispa se prende, me inspirarán para otras cosas.
Qué suerte que tienen los chilangos de tener una ciudad con más de 150 museos con una variedad de temáticas fascinante. Desde el museo Franz Mayer, pasando por el de antropología y el Jumex, cada uno es una puerta a otros mundos.
¿Dije que me perdí en el centro? En algún momento miraba google maps en mi teléfono con poca batería por nunca dejar de reproducir el soundtrack de mi aventura y la app me indicaba que conseguiría unas ruinas arqueológicas en el punto donde me encontraba de frente con el muro de un edificio. Miraba la pared y a la gente a mi alrededor y me sentí como Harry Potter frente al andén 9 y 3/4. Me fui luego que la muggle que trabajaba en el lugar me insistió que allí no había nada que ver.
Mi pequeño recálculo de ruta me llevaría al mercado de artesanías la ciudadela y todo habría valido la pena. Un laberinto de pasillos angostos, y múltiples colores. El sólo hecho de pasar tras las telas y móviles era como aceptar ser partícipe de algún ritual desconocido. Abundaban las vendedoras que perseguían a sus posibles compradores ofreciendo una mejor oferta a regañadientes. Así era el juego y había que jugarlo.
Salí de allí con un pequeño tesoro, un anillo de plata que me recordaba a los que usaba mi abuela en sus larguísimos dedos cuando yo estaba pequeña. Si algo había de tener magia, a mi parecer, era ese aro delgado que brillaba sin esfuerzo entre mis manos.
Un paseo muy mal planificado de mi parte a Coyoacán me llevó a Los Danzantes, dicen ellos ser intermediarios entre lo divino y lo mundano, con un menú en forma de carpeta de Google Drive y por el que comería un guajolote desmenuzado -que sólo de pensarlo me da un poco de remordimiento, no hagan como yo, no lo googleen- en una piscinita de mole rojo poblano y negro oaxaqueño que abrió un antes y después en mi vida luego de probarlo.
Sonaba música en vivo y el clima estaba perfecto. ¿Qué más se podría pedir? Café, claro, porque la buena compañía venía incluida.
Después de más de año y medio sin ir al cine terminé una noche en la Cineteca Nacional de México, que bien podría ser uno de los tantos puntos de encuentro con los extraterrestres que la ciudad pareciera ofrecer, como el museo Soumaya, la Plaza de la Constitución, el Monumento a la Revolución y hasta el Museo de Antropología.
La Cineteca guarda un encanto que no se puede explicar. Es cómplice de quienes van y comparte lo que no se ve en todos lados.
De la nada y del todo, con la música susurrando, se me aclaró la cabeza. Una cabeza de raíces de agua y un cuerpo que se abraza a sí misma porque esa es su casa. Una que no se aferra a la tierra sino a sentimientos, que esos sí que me pertenecen. Un viaje sin compañía y en el que nunca me sentí sola.
¿Qué es más largo? ¿El recorrido de ida o de regreso? Se siente uno más liviano y más pesado cuando se va. Piensas “ya vuelvo a casa” y en algunos lugares puedes jurar que de allí también estás llevando llaves.
Pero esta ciudad que es un ente vivo, que se mueve y se renueva bajo la premisa de que no hay vida sin muerte, ni muerte sin vida, me hace preguntarme: ¿Qué murió y qué renació de mí en el ombligo de la luna?
Brindo por encontrar la respuesta con este viaje que inicia y termina con el golpe suave del mezcal en la garganta, como la naranja más dulce y jugosa que baila en la punta de la lengua y la magia de la sal de gusano para equilibrarlo todo. Esa, la sal de mis historias, asentándose en el centro de la luna.
Un soundtrack para CDMX suena así para mí.